Más allá de los anales polvorientos y las crónicas oficiales, más allá incluso de los vestigios arqueológicos que nos susurran historias de reyes, batallas y estructuras de poder, yace otra historia, una historia no escrita, tejida con los hilos dorados del mito, la hebra plateada de la leyenda y la urdimbre multicolor de la tradición oral. Es el alma misma de un pueblo, su forma íntima de interpretar el pasado, de conferir sentido a su entorno tangible e intangible, y de transmitir valores esenciales a través del flujo incesante de las generaciones. Cerezo de Río Tirón, con sus milenios de ocupación humana y su papel estelar en la encrucijada de culturas y en el mismo nacimiento de Castilla, se revela como un terreno extraordinariamente fértil para tal imaginario colectivo.
Este capítulo se aventura con respeto en ese mundo de ecos ancestrales y susurros persistentes, explorando los mitos fundacionales y las leyendas que pudieron haber florecido en el corazón de la Vieja Castilla, prestando especial atención a cómo pudieron haber arraigado, encontrado un eco particular o incluso nacido en la propia comarca de Cerezo. No buscamos aquí la fría veracidad fáctica del historiador, sino la cálida verdad poética del folclorista, aquella que, como una llama votiva, revela las esperanzas más profundas, los temores más ancestrales y la identidad única de una comunidad a lo largo del tiempo. Estas narraciones, aunque no figuren con la misma tinta en los libros de historia, son parte integral e insustituible del vasto patrimonio inmaterial de Cerasio.
La figura del Conde Casio, personaje histórico que habitó la compleja frontera entre el declinante mundo visigodo y el emergente poder musulmán, y cuya transformación personal y política ya hemos explorado, es un natural imán para la leyenda. Se cuenta en los corrillos y mentideros de Cerezo, con esa mezcla de respeto y misterio, que antes de su célebre conversión y su trascendental viaje a Damasco, el Conde ocultó un fabuloso tesoro en las más profundas y secretas entrañas del Alcázar de Cerasio. No se trataría, según murmuran los más ancianos, únicamente de oro, plata y joyas deslumbrantes, sino de antiguos códices y libros de sabiduría visigoda, tesoros del saber que el Conde no deseaba que cayeran en manos extrañas o fueran pasto de la ignorancia. Cuentan que solo una noche al año, la mágica noche de San Juan, una luz tenue y azulada emana de la torre más alta del ruinoso castillo, señalando el lugar exacto donde el conde espera pacientemente que un descendiente digno, de noble corazón y espíritu castellano, reclame su perdido legado.
Otra conseja, más melancólica, susurra que el alma inquieta del Conde Casio, quizás dividida entre su fe cristiana original y su posterior y pragmática conversión al Islam, vaga en ocasiones por las umbrías orillas del río Tirón, especialmente en los atardeceres neblinosos. No se presenta como un espectro amenazante, sino más bien como un guardián silencioso y protector de la tierra que tanto amó y por la que tanto luchó. Algunos pastores y labriegos afirman haber sentido su etérea presencia en las noches de tormenta, un murmullo grave entre el fragor del viento, que algunos interpretan como advertencias de peligros inminentes y otros como el eco nostálgico de viejas glorias y batallas olvidadas. Su figura, así, trasciende los anales históricos para convertirse en un poderoso símbolo de la encrucijada de culturas y creencias que fue Cerezo en sus orígenes.
El imponente Alcázar de Cerasio, con sus piedras milenarias cargadas de historia y cicatrices, no podía, en modo alguno, escapar al abrazo de la imaginación popular. Se dice entre susurros que en sus subterráneos más profundos y olvidados, quizás en pasadizos cegados hace siglos y desconocidos incluso por quienes lo habitaron en épocas posteriores, existe una sala secreta donde los primeros condes de Castilla, aquellos forjadores de la patria chica, celebraban sus más solemnes juramentos de lealtad y hermandad. Esta "Cámara del Voto", como la nombran con reverencia las leyendas, estaría protegida por un antiguo y poderoso encantamiento que solo permitiría la entrada a aquellos de corazón puro, linaje intachable y espíritu verdaderamente castellano.
También se habla, con un dejo de tristeza, de la Dama Blanca del Alcázar, el espíritu errante de una noble doncella, de nombre Elvira o Sancha según quien cuente el relato, que fue cruelmente emparedada por un amor prohibido con un apuesto capitán enemigo durante uno de los muchos asedios que sufrió la fortaleza. En las noches de luna llena, especialmente cuando el cierzo barre las almenas, algunos juran haber vislumbrado su figura etérea y luminosa paseando entre las ruinas, buscando infructuosamente a su amado perdido y exhalando lamentos que el viento confunde con el silbido entre las desnudas piedras. Su trágica presencia es un recordatorio melancólico de los innumerables dramas humanos, de amores y odios, que se vivieron entre esos muros centenarios.
Incluso se cuenta, con un asombro teñido de superstición, que las propias piedras del Alcázar poseen memoria. Afirman los más viejos del lugar que en ciertas épocas del año, especialmente durante los solsticios o en el aniversario de alguna gran batalla, si uno apoya el oído con devoción en los sillares más antiguos y desgastados de la muralla, puede escuchar el eco apagado de las refriegas pasadas: el entrechocar del acero, el relincho de los caballos, el grito de los guerreros y el lamento de los caídos, como si la fortaleza reviviera por un instante la intensa vida militarizada que caracterizó al baluarte y los ecos de su tumultuoso pasado.
La figura de Fernán González, y otros primeros condes de Castilla, aunque sólidamente ancladas en la historia documental, también se ven envueltas en un halo de leyenda en la memoria popular, magnificando sus hazañas y atributos. En los pueblos y aldeas alrededor de Cerezo, se narran junto al fuego historias de cómo estos líderes, antes de convertirse en grandes condes y señores de vastos territorios, eran simples pero intrépidos infanzones que ya destacaban entre sus iguales por una astucia innata y una fuerza de carácter indómita, cualidades que, según el relato popular, llegarían a definir el mismísimo espíritu castellano. Una de estas leyendas cuenta cómo un joven Fernán, extraviado durante una partida de caza en los intrincados montes cercanos a Cerezo, se topó con una ermita semiderruida donde un anciano y venerable ermitaño, tocado por la gracia divina, le profetizó su glorioso destino como unificador de Castilla y primer conde independiente, instándole a ser siempre "fuerte como el roble de la montaña y justo como el sol del mediodía".
Asimismo, abundan los relatos de hazañas anónimas, protagonizadas por ese arquetipo intemporal del "buen castellano viejo" de la comarca de Cerezo. Como aquella del humilde pastor que, armado tan solo con su cayada y su profundo conocimiento del terreno, guio a las exhaustas huestes condales a través de un paso secreto y olvidado en las montañas, permitiéndoles sorprender por la retaguardia a una partida de sarracenos que asolaban la comarca con sus rapiñas. O la historia, no menos celebrada, de la astuta molinera del río Tirón, quien engañó a unos soberbios y abusivos recaudadores de impuestos escondiendo el grano de toda la aldea y ofreciéndoles en su lugar, con fingida inocencia, sacos llenos de guijarros y arena, salvando así a su comunidad de la hambruna y la miseria.
Estos mitos de origen, aunque carezcan de verificación documental, cumplen una función social y cultural esencial: dotan a la comunidad de un linaje heroico, de un conjunto de ejemplos de virtud —valentía indómita, astucia práctica, generosidad desinteresada, resistencia ante la adversidad— que sirven como modelo de conducta e inspiración para las generaciones presentes y futuras. Son, en esencia, el reflejo idealizado de cómo un pueblo se ve a sí mismo y cómo anhela ser recordado en la larga memoria del tiempo.
La ancestral creencia en tesoros ocultos, fruto de guerras, conquistas y abandonos precipitados, es un tema recurrente y fascinante en el folclore de muchas regiones con una historia tan densa como la de Cerezo. Se habla con insistencia de fabulosos tesoros moros, fruto del botín acumulado durante siglos, que fueron enterrados apresuradamente en cuevas secretas de los Montes Obarenes o en las profundidades de antiguas minas romanas durante los vaivenes de la Reconquista, y que aún esperan ser descubiertos por algún afortunado y valiente buscador. A menudo, estos tesoros estarían protegidos por complejos "encantamientos" o por terribles guardianes espectrales, como la tristemente célebre "Mora Encantada de la Cueva del Oro", una aparición que, según dicen, solo se muestra a los más codiciosos para deslumbrarlos con promesas de riquezas inauditas y llevarlos, finalmente, a la perdición en laberintos subterráneos.
Además de los tesoros materiales, las apariciones de ánimas en pena constituyen otro elemento clásico del imaginario popular cerezano. Se cuentan al calor del hogar historias de almas de guerreros cristianos y musulmanes, caídos en antiguas y olvidadas batallas, que aún vagan sin descanso por los campos de labor donde encontraron la muerte, o de monjes que en vida incumplieron sus sagrados votos y ahora purgan sus culpas eternas en las frías ruinas de algún monasterio abandonado en lo alto de un cerro. Estas narraciones, transmitidas de padres a hijos, servían no solo como entretenimiento en las largas y oscuras noches de invierno, sino también como poderosas advertencias morales sobre la importancia de una "buena muerte" y el imperativo de cumplir con los deberes religiosos y sociales.
Incluso ciertos parajes naturales de la comarca, por su singular belleza o su aura de misterio, estarían imbuidos de una cualidad legendaria. Un roble centenario y retorcido en un importante cruce de caminos podría ser el lugar señalado para la reunión de brujas y hechiceros en noches de aquelarre; o una fuente escondida en lo más profundo del bosque, de aguas cristalinas y heladoras, la sagrada morada de una ninfa o "encantaria" de las aguas, quizás un eco de las antiguas divinidades que poblaron el mundo prerromano y sus cultos a la naturaleza.
La religiosidad popular, tan vívida y palpable en la Alta Edad Media, se manifestaba con especial fervor a través de la devoción a santos protectores y la firme creencia en su capacidad taumatúrgica y sus milagros. San Vitores, por ejemplo, figura de profunda devoción local y cuyo martirio, según la tradición transmitida por generaciones, se vincula directamente a la Auca romana, sería invocado con fervor como protector celestial contra las devastadoras tormentas, las plagas que arruinaban las cosechas y las enfermedades que diezmaban el ganado y las familias. Se contarían con asombro historias de cómo su oportuna intercesión salvó los campos de la temida piedra o curó de forma inexplicable a niños desahuciados por los físicos y curanderos de la época.
No faltarían tampoco en el repertorio local leyendas piadosas sobre la fundación milagrosa de ermitas y santuarios en lugares apartados y de especial significación espiritual. Quizás la pequeña imagen de un santo fue hallada de forma providencial por un humilde pastor en el interior de una cueva recóndita o en la horquilla de un árbol centenario, señalando así de manera inequívoca el lugar exacto donde la divinidad deseaba ser venerada. O se narraría conmovido cómo, durante una terrible y prolongada sequía que amenazaba la supervivencia de la comunidad, las sentidas rogativas a San Formerio hicieron brotar un manantial de agua fresca y abundante en medio de un secarral, paraje conocido desde entonces por todos como la "Fuente del Santo".
Estos relatos de milagros, apariciones y protección divina no solo reforzaban la fe de la comunidad y su vínculo afectivo con las figuras sagradas del panteón cristiano, sino que también convertían el paisaje cotidiano, los montes, los valles y las fuentes, en un espacio sacralizado, donde lo terrenal y lo sobrenatural se entrelazaban de forma constante e íntima, ofreciendo consuelo, esperanza y un sentido trascendente a las penalidades y alegrías de la vida.
Las leyendas y mitos de Cerezo de Río Tirón y su comarca, aunque a menudo puedan parecer meras fantasías o simples entretenimientos a los ojos escépticos y racionalistas del hombre moderno, constituyen en realidad un valiosísimo e insustituible patrimonio cultural. Son la expresión más genuina de la memoria colectiva de un pueblo, el reflejo de la forma en que una comunidad ha interpretado su propia historia, sus miedos más atávicos, sus anhelos más profundos y su relación con un entorno natural y social a lo largo de incontables siglos. En estas narraciones, a menudo pulidas y enriquecidas por el paso del tiempo, se condensan la sabiduría popular, los valores morales transmitidos de generación en generación y, en última instancia, la identidad misma de un pueblo forjado en la encrucijada de la historia y en la dureza de una tierra de frontera.
Si bien es cierto que el rigor metodológico del historiador debe esforzarse por distinguir con claridad entre el dato fáctico y contrastable y el etéreo relato legendario, no por ello puede ni debe ignorar este último. Las leyendas nos hablan, con un lenguaje propio y simbólico, de aquello que era verdaderamente importante para la gente de Cerasio y sus alrededores; nos descubren a sus héroes y villanos arquetípicos, sus creencias más arraigadas sobre la vida, la muerte y la trascendencia. Son, en definitiva, esa "otra historia", la que se contaba al amor de la lumbre en las largas veladas de invierno, y que, sorprendentemente, sigue resonando de alguna manera en el alma de esta vieja tierra castellana, invitándonos a escuchar con atención los ecos del pasado que aún vibran entre las piedras milenarias de su alcázar y en los silenciosos pliegues de sus valles.