Los capítulos precedentes han delineado el contexto histórico y estratégico de Cerasio, la actual Cerezo de Río Tirón, como enclave romano, sede condal y baluarte en su papel en la formación de Castilla. Sin embargo, más allá de las grandes gestas y las figuras de poder, subyace una pregunta fundamental: ¿cómo era el día a día de sus habitantes durante los convulsos y formativos siglos VIII al XI? Este capítulo se propone sumergir al lector en la vida cotidiana de aquellos hombres y mujeres que poblaron Cerasio y su alfoz, intentando reconstruir sus quehaceres, temores y esperanzas en un mundo definido por la inestabilidad de la frontera, la omnipresencia de la guerra y una fe cristiana que impregnaba todos los aspectos de la existencia.
Recrear la vida en este periodo es un ejercicio que necesariamente combina la interpretación de los escasos testimonios documentales directos con el conocimiento más amplio que poseemos sobre la Alta Edad Media en el norte de la Península Ibérica. Nos adentraremos, pues, en el tejido social que articulaba estas comunidades, en la economía de subsistencia que las sustentaba, en la organización del hogar y la aldea como espacios vitales, en el universo de las creencias populares y, finalmente, en el constante peso que la vida militarizada ejercía sobre todos. Será un viaje a un pasado indudablemente rudo y exigente, pero también revelador de la extraordinaria resiliencia y tenacidad de unas gentes que, con su esfuerzo anónimo y cotidiano, sentaron las bases de futuras sociedades.
La economía de Cerasio y su alfoz durante estos siglos se caracterizaba por ser fundamentalmente agraria y orientada a la subsistencia. El policultivo mediterráneo, adaptado a las condiciones locales, sería la norma: el cultivo de cereales como el trigo (paniego), la cebada y el centeno ocuparía la mayor parte de las tierras arables, complementado por leguminosas como habas y lentejas, vitales por su aporte proteico. Pequeños huertos familiares proveerían hortalizas y verduras, mientras que el cultivo de la vid, para la producción de vino, revestiría una importancia capital, tanto para el consumo cotidiano como para la celebración de la liturgia cristiana. La ganadería, especialmente la cría de ganado ovino (para lana, leche y carne) y bovino (como fuerza de tiro y producción cárnica), constituiría otro pilar económico. La caza en los abundantes montes cercanos y la pesca en el río Tirón y sus afluentes aportarían complementos proteicos a una dieta generalmente frugal.
Las técnicas agrícolas eran las heredadas del mundo romano, con escasas innovaciones: el arado romano, a menudo de madera con reja de hierro, la rotación bienal de cultivos (dejando la mitad de la tierra en barbecho cada año) y un intensivo uso de la mano de obra. Los excedentes productivos, cuando las condiciones climáticas y la paz lo permitían, serían limitados. Estos se destinarían prioritariamente al pago de tributos y diezmos al señor o a la Iglesia, y en menor medida, al intercambio en mercados locales muy rudimentarios, donde primaría el trueque. La autarquía, por tanto, era la aspiración y a menudo la realidad de cada unidad familiar, que se esforzaba por producir la mayor parte de lo que necesitaba para su sustento.
En este contexto, la guerra no era solo una amenaza existencial, sino también, paradójicamente, una actividad económica más, aunque de naturaleza extractiva y a menudo destructiva. Las campañas militares victoriosas ofrecían la posibilidad de obtener botín (ganado, cosechas, enseres, cautivos para el rescate), pero implicaban también el abandono temporal de las labores agrícolas, la pérdida de vidas humanas —la fuerza de trabajo— y la frecuente destrucción de infraestructuras productivas. El servicio militar o "fonsado" (fossatum) era una obligación inherente a la condición de hombre libre, y la defensa del propio territorio una necesidad perentoria que detraía constantemente brazos de las actividades productivas, condicionando el ciclo vital y económico de la comunidad.
Las viviendas campesinas en las aldeas que salpicaban el alfoz de Cerasio serían, en su mayoría, construcciones sencillas y funcionales, levantadas con los materiales que ofrecía el entorno inmediato: madera para las estructuras, adobe o piedra irregular para los muros, y paja, cañizos o tejas cerámicas para las cubiertas. Generalmente, constarían de una única estancia principal (domus) donde se desarrollaría la práctica totalidad de la vida familiar, con un hogar central o adosado a un muro para cocinar los alimentos y proporcionar calor en los fríos meses de invierno. El mobiliario sería escaso y de factura tosca: bancos corridos de madera, alguna mesa rudimentaria, arcones para almacenar el grano y los escasos enseres, y jergones de paja o helechos para el descanso nocturno.
Los animales domésticos de menor tamaño, como gallinas o algún cerdo, podrían compartir espacio con la familia, especialmente durante la noche para protegerlos de los depredadores y el frío, o bien disponer de pequeños corrales o cobertizos adosados a la vivienda. Las aldeas, más que núcleos urbanos planificados, se configurarían como agrupaciones orgánicas de estas unidades domésticas, articuladas en torno a la iglesia parroquial —a menudo el único edificio de piedra de cierta entidad y solidez— y quizás una pequeña plaza o espacio abierto ( دوران o corr Corral) utilizado para reuniones concejiles o mercados esporádicos. Su emplazamiento buscaría la proximidad a fuentes de agua (fuentes, arroyos) y, en la medida de lo posible, la protección natural ofrecida por colinas, vaguadas o cursos fluviales.
Dentro del recinto amurallado del castillo de Cerasio, las dependencias destinadas a la guarnición y a los servidores del tenente presentarían una mayor solidez constructiva, pero siempre supeditadas a un carácter eminentemente funcional y defensivo. La vida en el castillo estaría marcada por la disciplina militar y la jerarquía, aunque también albergaría los talleres artesanos indispensables (herrería, fragua, carpintería) para el mantenimiento de la fortaleza, la reparación del armamento y la fabricación del equipamiento necesario para los guerreros.
La existencia de los habitantes de Cerasio en la Alta Edad Media estaba profundamente modelada por la fe cristiana, que impregnaba todos los órdenes de la vida, desde el nacimiento hasta la muerte. La Iglesia, como institución, marcaba el ritmo del tiempo a través del calendario litúrgico, con sus domingos, festividades de santos y ciclos de ayuno y abstinencia. Las campanas de la iglesia parroquial regulaban las horas de oración y las jornadas de trabajo. El bautismo, el matrimonio y la extremaunción eran ritos de paso fundamentales, que conferían identidad y sentido de pertenencia a la comunidad cristiana. El temor a Dios, al pecado y a las penas del Juicio Final era una constante en la mentalidad colectiva, pero también lo era la esperanza en la salvación eterna, la misericordia divina y la poderosa intercesión de los santos y la Virgen María.
Paralelamente a la doctrina oficial impartida por la Iglesia, es muy probable que pervivieran en el seno de la comunidad antiguas creencias, ritos y supersticiones de origen precristiano, a menudo sincretizadas o reinterpretadas bajo un barniz cristiano. El culto a ciertos elementos de la naturaleza (árboles, fuentes, piedras singulares), el uso de amuletos para protegerse del mal de ojo o las enfermedades, o la creencia en la existencia de seres sobrenaturales (duendes, trasgos, ánimas en pena) formarían parte del rico y complejo imaginario popular. Los santuarios locales, las ermitas dedicadas a santos protectores y las reliquias sagradas serían importantes focos de devoción y peregrinación a escala comarcal, como se ha visto en el legado religioso y las tradiciones locales.
La cultura popular, en una sociedad mayoritariamente ágrafa, se transmitiría fundamentalmente por vía oral. Cantares de gesta, que magnificaban las hazañas de héroes locales o figuras legendarias del pasado, cuentos tradicionales, refranes cargados de sabiduría popular y romances épicos o líricos serían recitados o cantados en las largas veladas de invierno o durante las faenas comunales. Las festividades religiosas más señaladas, como la Navidad, la Semana Santa y la Pascua, o las celebraciones del Corpus Christi (si ya se había instituido), así como aquellas ligadas a los ciclos agrícolas (fiestas de la siembra, de la recolección, de la matanza), serían momentos álgidos de sociabilidad, con comidas comunitarias, música interpretada con instrumentos rudimentarios (flautas, tamboriles, quizás alguna vihuela de arco), danzas y juegos populares.
La persistente condición fronteriza de Cerasio a lo largo de estos siglos implicaba que la defensa y la preparación militar fueran aspectos consustanciales a la vida cotidiana, no meras eventualidades. El Alcázar no era únicamente la residencia del poder o un símbolo de dominio; constituía el refugio último y la garantía de supervivencia para la población del alfoz en caso de ataque enemigo. Prácticamente todos los hombres libres y físicamente capaces tenían la obligación de participar en la defensa activa del territorio, ya fuera integrando la guarnición permanente del castillo, formando parte de las milicias concejiles de sus aldeas o acudiendo al llamamiento del conde para campañas ofensivas o defensivas de mayor envergadura (el "fonsado").
La posesión de armas, aunque fueran sencillas y de fabricación doméstica como lanzas de madera endurecida al fuego, hondas, mazas, escudos de madera recubiertos de cuero o arcos y flechas, sería común entre los campesinos y artesanos. Estas no solo se emplearían en la guerra, sino también en la caza para complementar la dieta y en la protección personal frente a bandoleros o alimañas. Los nobles, caballeros y guerreros profesionales dispondrían, lógicamente, de un equipo militar más completo y costoso, que podría incluir lorigas o cotas de malla, yelmos de hierro, espadas de calidad y caballos de guerra. El entrenamiento militar, aunque probablemente informal y basado en la práctica y la emulación, formaría parte esencial de la educación y el desarrollo de los jóvenes varones.
La amenaza constante generaría una mentalidad de perpetua vigilancia. Se organizarían sistemas de alerta temprana, con atalayas y puestos de observación en puntos estratégicos del alfoz para detectar y comunicar con antelación la aproximación de incursiones enemigas. La propia estructura de las aldeas y la vida en ellas estarían condicionadas por la necesidad de una rápida evacuación hacia lugares seguros —principalmente el castillo— o, en su defecto, la organización de una defensa numantina con los medios disponibles. Esta profunda militarización de la sociedad, aunque impuesta por las duras circunstancias del momento, forjaría un carácter recio, austero y una fuerte identidad colectiva entre los habitantes de la frontera castellana, acostumbrados a vivir en un estado de permanente incertidumbre y esfuerzo.
La vida cotidiana en Cerasio y su alfoz durante los siglos VIII al XI fue, sin atisbo de duda, una existencia ardua, a menudo precaria y siempre desafiante. Estuvo marcada indeleblemente por los ritmos de una economía de subsistencia, la constante amenaza de la guerra y las depredaciones, y una estructura social rígidamente jerárquica. Estas condiciones exigieron de sus habitantes una extraordinaria capacidad de adaptación, una inmensa laboriosidad y una notable resistencia ante la adversidad. Sin embargo, fue precisamente en medio de estas dificultades donde se forjó una comunidad cohesionada, unida por férreos lazos familiares y vecinales, por una fe cristiana compartida que ofrecía consuelo y esperanza, y por la imperiosa necesidad de defender su tierra, sus hogares y su modo de vida.
Los campesinos, artesanos, monjes, guerreros y mujeres de Cerasio, aunque sus nombres individuales se hayan perdido en su inmensa mayoría en la bruma del tiempo, fueron los verdaderos y anónimos protagonistas de su historia. Con su trabajo diario e incansable, sus creencias profundas y su coraje callado, no solo aseguraron la supervivencia material de sus familias y comunidades, sino que también sentaron, piedra a piedra, las bases para el desarrollo futuro de una región que estaba destinada a jugar un papel absolutamente crucial en la configuración histórica de Castilla. El legado de estas generaciones es el de una comunidad profundamente resiliente, capaz de sobreponerse y florecer incluso en un entorno hostil, y de transmitir a sus descendientes un rico y perdurable patrimonio de tenacidad, espíritu de frontera y una inquebrantable voluntad de ser.